Soy un pueblo con complejo
de ciudad, o al menos, esa es la frase que me repito todos los días de mi vida,
y lo seguiré haciendo hasta quedar convertido en una gran urbe invadida por los
ranchos y la delincuencia. Y por los vientos que soplan, me parece que no falta
mucho.
La verdad es, que mi
historia es bastante sencilla, menos pintoresca que la de Caracas, eso es
seguro.
Como todo buen asentamiento
urbano, empecé siendo un pedazo de tierra, sin principio ni fin, muy húmedo y
nublado, lleno de perezas y guacharacas; pero bueno para el cultivo. Aún hoy,
en estos tiempos de carros último modelo y mensajes por Whatsapp, mis tierras siguen siendo perfectas para la siembra. Pero
eso es otra historia.
El punto es que un día
llegaron un grupo de españoles-canarios, y vino este Mijares, con su gran
peluca y ropa de bombacha a repartirme como si yo fuera cualquier cosa, como si
fuera un simple objeto, o uno de sus tantos bienes. A partir de ese momento me convertí
en otro, dejé de ser “ella” para ser “él”. Me obligaron a cambiar de género, y
la verdad es que no me quedó de otra más que aceptarlo para seguir adelante.
Después de aquello pasaron
muchísimas cosas, muchísima gente, muchísimo tiempo. Y a pesar de que reconozco
mi importancia en la dinámica nacional, con todo y mi tranquilidad
característica, la verdad es que la historia ha sido bastante injusta conmigo;
pues, en lugar de darme el protagonismo que me merezco como cuna del niño
Salias, las circunstancias convirtieron
a este país, en un hábitat de ciudadanos que no tienen ni idea de quién es el
autor de su propio Himno Nacional. O mejor dicho, ni siquiera se saben la letra
del “Gloria al Bravo Pueblo”.
En fin, después del alboroto
independentista, recuperé mi calma habitual. La gente venía, sentía el frío y
como les gustaba se quedaban, me cultivaban, y la verdad es que ese tipo de
vida me satisfacía. Las pocas personas que me habitaban, se conocían muy bien.
Aquí entre nos: llegué al punto, en que yo mismo me descubrí sintiendo cariño
hacia ellos.
Luego llegaron nuevas épocas
y con ellas nuevos días, nuevas personas, nuevos amores: nunca olvidaré a la
señora Dilia caminando desde el pueblo hasta Pacheco, para dar clases debajo de
ese árbol. O al padre Antonio, regañando a los niños de la Calle Mendoza, por
lanzarle pelotas hechas con cera de vela a la destartalada Iglesia del casco
central. Eran esos días, cuando bajar por La Mariposa era una aventura, digna
de contar a la hora de la comida, frente a los vecinos y durante un juego de
chapitas.
Ya en los años cincuenta llegó
la Panamericana, con sus aires modernos y su carrera contra el atraso. De esa
manera conocí a Caracas, a través de sus hijos, de las nuevas personas que
llegaron y me encontraron atractivo. Fue así como poco a poco dejé de ser
tierra fértil, para ser un suburbio de clase media-alta, el hogar de los
profesionales-técnicos-comerciantes de la ciudad capital. Fue así como me
convertí, simplemente, en una ciudad dormitorio.
Pero bueno, a pesar del
tiempo, sigo aquí, dando la cara. Creciendo a un ritmo ridículamente acelerado,
aún con restos de esas primeras casitas coloniales que los habitantes más
viejos se esmeran por mantener, mientras que los jóvenes se preocupan por ir a
tomar un batido en Naturalítico, el lugar de moda. Mientras cada día que pasa,
hay menos neblina, menos perezas y menos guacharacas cantando en la mañana.
Pero aquí sigo, viendo con resignación
que ya no soy lo que una vez fui, y aún así, mantengo mi encanto.
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