Corría
por las calles al ritmo de la música, golpeando de vez en cuando a uno que otro
turista con su vejiga de cerdo disecada, como era tradición.
Su
traje rojo brillaba con la luz de los faroles en medio de la noche, pero su máscara
de madera con nariz aguileña ocultaba su identidad.
—¡Jokili
Kumm, Jokili Kumm! –decía mientras danzaba y golpeaba por las calles de su
natal Colonia Tovar.
Risas,
cerveza y un extraño dialecto que iba desde el castellano más criollo hasta el
alemán más complejo, anunciaban el inicio del carnaval.
Mihael
ya había terminado su jornada, y solo una cosa ocupaba su mente.
Siguió
corriendo un buen rato, hasta que estuvo frente
a la imponente casa de paredes blancas y techo rojo. Cruzó la puerta del
jardín, cuidando que el perro no lo notara y se escabulló sigilosamente hasta
llegar a una enredadera que se extendía por lo alto de la pared hasta el
balcón. Subió lentamente y con agilidad, hasta que finalmente lo logró.
Se tomó
unos minutos para recuperar el aliento, y con cuidado, abrió la puerta
corrediza.
Al entrar
pudo verla, acostada en la cama, leyendo: El
arte de perdonar, podía verse impreso en la portada.
La
joven lo miró y sin moverse le dijo
—Eres
tú…
—¡No
pareces muy alegre de verme!
—Estoy
viendo a un bufón.
—Soy un arlequín.
Él
se quitó la máscara y el gorro. Estaba sudado y sus cachetes estaban rojos,
haciendo juego con el resto de su traje.
—Mihael ¿Qué haces aquí? ¿Acaso estás loco? ¿Qué pasa
si alguien te ve?
—¿Qué van a hacer? Tengo el traje y la máscara, así
nadie me puede reconocer.
—¡Eres
un imbécil!
—Pensé
que te parecería romántico –dijo con una sonrisa de burla.
—Nada
te parece romántico después de que te han engañado…
El
cerró los ojos.
Con
el ceño fruncido le reclamó.
—¿De
verdad me vas a sacar eso otra vez?
—Te
lo sacaré todas las veces que me dé la gana, y si no te gusta, te puedes ir por
donde viniste!
—Johanna,
por favor…
Yo
te amo.
—Aja
–respondió ella, fastidiada.
—Vine
aquí porque quería verte. Te extraño.
—Lo
que tú extrañas es a alguien con quien tirar, que es otra cosa.
Silencio.
Se miraron
fijamente, hasta que él, sonriendo le dijo:
—Eres
la alemana más criolla que conozco.
—Mis
abuelos eran alemanes. Yo no.
—Sólo
dame esta noche mujer –le suplicó.
—Sigues
vestido de bufón.
—Eso
se puede arreglar…
Se
acercó a ella y empezó a acariciar sus piernas desnudas. Lentamente, sus manos
acariciaban sus muslos.
Aproximó
sus labios hasta los de ella y empezó a besarla. Acto seguido, besó su cuello,
mientras buscaba sacarle el camisón casi transparente que la cubría.
Johanna
solo lo miraba.
No
le brindo caricia alguna, ni tampoco hizo ningún gesto de corresponderle.
—¿Qué
es lo que te pasa? –preguntó él, sintiendo la evidente indiferencia.
—Nada.
—¿Cómo
que nada? ¡No reaccionas!
—Exactamente.
Porque no me da nada…
¡Tú
ya no me causas nada!
—¿Acaso
te volviste frígida?
—Sólo
contigo.
—¡Por
favor Johanna! ¿Me vas a decir que antes no la pasabas bien conmigo?
—No.
Eso no lo voy a negar. Pero ahora es diferente.
—¿Se
puede saber por qué? Sigo siendo la misma persona.
—¡No!
¡Ahora eres un maldito imbécil que se acostó con mi mejor amiga y pensó que yo
nunca me iba a enterar!
Mihael
quedó en silencio mientras veía a Johanna ponerse de pie.
—Ya
no siento nada por ti.
Ni
amor, ni amistad. Ni siquiera me das ganas de tirar.
No
me das nada, y después de verte en ese traje de bufón, menos.
Él
bajó la mirada.
Ella
nunca se había sentido tan feliz y liberada en su vida.
—Quiero
que te vayas –le ordenó.
—De
verdad te amo y estoy arrepentido…
—Okey,
pero ya vete.
—Por
favor… –decía mientras ella lo empujaba hacia el balcón.
Una
vez que logró sacarlo dijo:
—Auf Wiedersein, Mihael –cerrando la
puerta corrediza y dejando caer las cortinas para guardar su privacidad.
Mihael
esperó unos segundos, con la esperanza de que ella recapacitara.
Pero
no ocurrió.
Humillado
y herido en su orgullo, bajó del balcón de la misma manera en la que había
subido, cruzó el jardín hasta salir de la casa y perderse en la oscuridad de la
calle.
Por
su parte, Johanna reflexionó un momento lo que acababa de hacer.
Las
manos le temblaban y el corazón le latía muy rápido.
Caminó hasta su mesita de noche al lado de su
cama y tomó el libro que leía antes de ser interrumpida. Saltó a la última
página y escribió:
“Perdonar es algo maravilloso, pero mandar a la mierda
a alguien que se lo merece es aún mejor.”
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