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miércoles, 14 de junio de 2017

SAN ANTONIO DE LOS ALTOS

Soy un pueblo con complejo de ciudad, o al menos, esa es la frase que me repito todos los días de mi vida, y lo seguiré haciendo hasta quedar convertido en una gran urbe invadida por los ranchos y la delincuencia. Y por los vientos que soplan, me parece que no falta mucho.

La verdad es, que mi historia es bastante sencilla, menos pintoresca que la de Caracas, eso es seguro.


Como todo buen asentamiento urbano, empecé siendo un pedazo de tierra, sin principio ni fin, muy húmedo y nublado, lleno de perezas y guacharacas; pero bueno para el cultivo. Aún hoy, en estos tiempos de carros último modelo y mensajes por Whatsapp, mis tierras siguen siendo perfectas para la siembra. Pero eso es otra historia.

El punto es que un día llegaron un grupo de españoles-canarios, y vino este Mijares, con su gran peluca y ropa de bombacha a repartirme como si yo fuera cualquier cosa, como si fuera un simple objeto, o uno de sus tantos bienes. A partir de ese momento me convertí en otro, dejé de ser “ella” para ser “él”. Me obligaron a cambiar de género, y la verdad es que no me quedó de otra más que aceptarlo para seguir adelante.



Después de aquello pasaron muchísimas cosas, muchísima gente, muchísimo tiempo. Y a pesar de que reconozco mi importancia en la dinámica nacional, con todo y mi tranquilidad característica, la verdad es que la historia ha sido bastante injusta conmigo; pues, en lugar de darme el protagonismo que me merezco como cuna del niño Salias, las circunstancias  convirtieron a este país, en un hábitat de ciudadanos que no tienen ni idea de quién es el autor de su propio Himno Nacional. O mejor dicho, ni siquiera se saben la letra del “Gloria al Bravo Pueblo”.

En fin, después del alboroto independentista, recuperé mi calma habitual. La gente venía, sentía el frío y como les gustaba se quedaban, me cultivaban, y la verdad es que ese tipo de vida me satisfacía. Las pocas personas que me habitaban, se conocían muy bien. Aquí entre nos: llegué al punto, en que yo mismo me descubrí sintiendo cariño hacia ellos.



Luego llegaron nuevas épocas y con ellas nuevos días, nuevas personas, nuevos amores: nunca olvidaré a la señora Dilia caminando desde el pueblo hasta Pacheco, para dar clases debajo de ese árbol. O al padre Antonio, regañando a los niños de la Calle Mendoza, por lanzarle pelotas hechas con cera de vela a la destartalada Iglesia del casco central. Eran esos días, cuando bajar por La Mariposa era una aventura, digna de contar a la hora de la comida, frente a los vecinos y durante un juego de chapitas.

Ya en los años cincuenta llegó la Panamericana, con sus aires modernos y su carrera contra el atraso. De esa manera conocí a Caracas, a través de sus hijos, de las nuevas personas que llegaron y me encontraron atractivo. Fue así como poco a poco dejé de ser tierra fértil, para ser un suburbio de clase media-alta, el hogar de los profesionales-técnicos-comerciantes de la ciudad capital. Fue así como me convertí, simplemente, en una ciudad dormitorio.


Pero bueno, a pesar del tiempo, sigo aquí, dando la cara. Creciendo a un ritmo ridículamente acelerado, aún con restos de esas primeras casitas coloniales que los habitantes más viejos se esmeran por mantener, mientras que los jóvenes se preocupan por ir a tomar un batido en Naturalítico, el lugar de moda. Mientras cada día que pasa, hay menos neblina, menos perezas y menos guacharacas cantando en la mañana.


Pero aquí sigo, viendo con resignación que ya no soy lo que una vez fui, y aún así, mantengo mi encanto.